sábado, 1 de agosto de 2009

Un aciago día de feria


    En otoño, después de la recogida de la cosecha, en el pueblo cabecera de comarca, se celebraba la feria más importante del año, a parte de las transacciones de ganado y demás productos propios de la zona, se celebraban tres días de fiesta en honor a su patrón, venia gente de muchos sitios, había baile, fuegos artificiales, apuestas entre los mozos, como quien resistía más bailando sobre una silla sin caerse, quien levantaba más peso… el fin era llamar la atención de las mozas, también se organizaban muchos juegos para los pequeños y algo que no podía faltar en una fiesta que se precie, el circo y los titiriteros.

    El primer día ,mientras los artistas, casi todos de etnia gitana, desfilaban anunciando su espectáculo, algunos de los niños y niñas entre siete y quince años, se dedicaban a aligerar bolsillos distraídos, si por casualidad alguno era sorprendido, cuando le registraban ya no encontraban lo robado en su poder, tenían una especial habilidad para pasárselo a un compinche, en muy raras ocasiones se les había pillado con la mercancía en las manos y entonces se echaban a llorar con tal desconsuelo, asegurando que lo hacían porque tenían hambre y sus padres no ganaban lo suficiente para darles de comer a todos, que algunos se conmovían y les dejaban ir con alguna moneda, pero cada vez eran más los que estaban artos de que les robasen. La mala suerte quiso que una muchachita que aun no contaba catorce años, metiese la mano en el bolsillo de un “mozo viejo” (más de treinta años y soltero) éste le hizo creer que si le acompañaba, a su casa, le daría comida y dinero para ella y su familia. De camino se encontraron con un muchacho y otro “mozo viejo” y los tres se dirigieron a las afueras del pueblo. Cuando la chiquilla vio que se alejaban de la gente trató de retroceder pero los dos hombres se lo impidieron el muchacho les dijo que la soltasen y los otros dos le amenazaron con darle una paliza si no les seguía el juego.
    ─Sólo queremos darle un susto para que no vuelva a robar ─le dijeron.
Al poco entraron en una casucha sucia y con las ventanas entornadas, daba la sensación de, que hacia mucho tiempo, que nadie había cruzado su puerta. Una vez dentro los dos hombres (bestias) empezaron a desnudar a la niña, a manosearla e insultarla. El muchacho intento defenderla pero se gano un puñetazo que le hizo dar con sus huesos en el suelo y mientras uno sujetaba a la chiquilla, que lloraba gritaba y pataleaba sin que eso le sirviese de nada, el otro ató al joven de pies y manos y después, entre los dos “mozos viejos” ultrajaron, golpearon y violaron a la indefensa y aterrada gitana. Cuando dieron por terminada su hazaña, se acercaron al muchacho que tirado sobre el mugriento suelo y con las ropas empapadas de sus propias heces y sus vómitos, les miraba con los ojos desorbitados, y temblando de miedo y asco.
    ─Si cuentas algo de esto, te matamos a ti y le hacemos lo mismo a tu hermana, así es que ándate con ojo. ─ le dijo el mayor de los dos asesinos poniéndole una navaja debajo de la barbilla.
    Le desataron y le dejaron allí, en compañía del, que creían, cadáver de la chiquilla.
    Ernesto, así se llamaba el muchacho, se acerco a la niña y comprobó que aunque estaba llena de golpes y envuelta en sangre, todavía respiraba, con dificultad, pero respiraba. Salió de la casa con la intención de pedir ayuda, pero las advertencias de los agresores martilleaban en su cabeza “A tu hermana le haremos lo mismo… haremos lo mismo… lo mismo…” se dejo caer sobre el suelo apretándose las sienes con ambas manos tratando, en vano, de acallar las voces. Se acordó de Rosalía, ella era la única que podía ayudarles, entro en la casa, comprobó que la chica continuaba inconsciente, cerró la puerta, puso un pesado arcón detrás y salió por una de las ventanas que tranco desde fuera.

    Pese a ir sucio y maloliente no se detuvo hasta dar con Rosalía que después de oír a Ernesto, desató a su caballo Impaciente y los dos a lomos del animal fueron a la casucha.

    Rosalía, después de ver en el estado en que se encontraba la agredida, rebusco entre las cosas del arcón y saco algo de ropa para la niña y también le dio un pantalón, una camisa y un jersey al chico y le ordeno que montase a impaciente e iría en busca del medico, que no le dijese nada, sólo que ella le llamaba, que era muy urgente, que trajera su maletín y que viniese en su coche (un pequeño carro tirado por un caballo) por si era necesario.
    Cuando el doctor termino de curar a la gitanilla y aseguraba que se recuperaría de sus heridas, Rosalía le preguntó si iba a denunciar a los agresores.
    ─No, no tenemos testigos, el chico tiene demasiado miedo para hablar y será la palabra de dos honrados ciudadanos, contra la de una gitana y ya sabes que en esta sociedad, los gitanos no son nada y una mujer gitana, menos que nada.
    ─Desgraciadamente tiene usted razón. ─asintió la mujer.
    ─Bueno, yo ya he terminado, si quieres puedo llevarla a donde tú me digas, a ti te corresponde resolver la peor parte, comunicárselo a sus familiares y conseguir que se olviden de la venganza, si no lo hacen, correrá sangre y no de los canallas que la atacaron, precisamente.
   ─No, es mejor no moverla, que se quede aquí. Le voy a pedir un favor, quédese con ella hasta que yo regrese, esta muy asustada. Ernesto ─le ordeno al muchacho─ trae agua y adecenta la casa, la quiero ver limpia a mi vuelta.

    Rosalía se mezclo entre la gente del circo y no tardo en dar con la abuela, único pariente vivo, de la niña. Se hizo acompañar de ésta a la casa sin decirle el motivo, para impedir que la anciana alertara a los demás. Después de que la abuela viese a su nieta, y que el médico le explicase lo sucedido y consiguiese que se calmara, la convenció de que no contase la verdad que dijese que la niña, se había caído por un terraplén y que estaba herida, a cambio le prometió que los causantes de su desgracia, lo pagarían muy caro y que ella lo vería antes de partir.
    Rosalía, les pidió a su marido y a Ernesto que se quedasen en la casa con la abuela y la nieta, por si a los dos descerebrados les daba por querer rematar el trabajo.
    Esa noche se desato una tormenta como hacia muchos años que no se veía, ensordecedores truenos se repetían sin cesar y latigazos de luz rasgaban el firmamento, a la vez que las nubes descargaban tal cantidad de agua que se diría que la echaban a baldes. A la gente del circo tuvieron que recogerla en la iglesia y a los animales en las cuadras de los vecinos, por la calle mayor, un poco mas baja que las otras, el agua corría como un río, amenazando con entrar en sus casas, mientras sus habitantes se afanaban en cerrar las puertas y colocar tras ellas cualquier cosa que sirviese para impedirle el paso.
    A la mañana siguiente la tormenta se había extinguido por completo, dejando en su lugar un cielo azul y soleado, sólo la tierra mojada y los charcos recordaba la tempestad.

    Hacia las diez de esa mañana, el medico, que iba a visitar a la herida, encontró en una cuneta, el cuerpo de uno de los “mozos viejos” que el día anterior atacaron a la gitanilla, boca arriba, muerto, sin señal ninguna de haber sido atacado, sólo sus ojos estaban extremadamente abiertos, como si una visión terrorífica le hubiese helado la sangre.
     ─Bien ─fue lo único que dijo Rosalía al enterarse.
     ─Sólo has cumplido la mitad del trato ─dijo la gitana vieja─ aún te falta el otro.
     Rosalía no contestó.

   Pese a la tormenta de la noche anterior, la fiesta continuó como de costumbre, y después de la verbena cada mochuelo regresó a su olivo.
   Para el última noche tenían previsto una gran baile y como colofón los fuegos artificiales.
   Rosalía le dijo a la abuela de la gitanilla que la llevase, con ayuda de  Ernesto, al baile y que la sentara en un banco enfrente del pórtico de la iglesia, tenia que estar en ese lugar entre el penúltimo y el último baile.
    La abuela y Ernesto ayudaron a la niña a sentarse y luego lo hicieron ellos, uno a cada lado de la pequeña, como Rosalía les había ordenado.
    Al terminar la anteúltima pieza y antes de dar comienzo a la última, acertó a pasar por delante de ellos el otro, pervertido, “mozo viejo” que se quedó paralizado al verles, los ojos se le salían de las cuencas, abría la boca y la volvía a cerrar sin que de ella saliese ningún sonido, así permaneció un minuto, luego su garganta dejo salir un largo y agudo lamento que el eco se encargo de transportarlo, a varias leguas de distancia. Después se llevo las manos al pecho y cayo al suelo retorciéndose, como una serpiente cuando se le corta la cabeza, al poco quedo inmóvil, boca arriba, con los ojos tan abiertos como su compinche. Acto seguido, las campanas empezaron a repicar sin que nadie las tocase, también los fuegos de artificio subieron al cielo, solos, sin intervención humana y con unos colores nunca vistos hasta entonces.
    La abuela de la chiquilla y Rosalía se miraron y sonrieron.

domingo, 26 de julio de 2009

Las apariencias engañan



    Esta historia nos la contó Rosalía, en una tarde de invierno, a la hora de la merienda, cuando un niño se reía de otro más pequeño, porque no tenía tanta fuerza como él.
Rosalía empezo diciendo:
    Vivió en este pueblo, hace ya muchos años, una muchacha llamada Candida.

   Candida era la más joven de cinco hermanos, vivía en la casa de sus padres, una casa pequeña con un huerto grande y algunos animales de corral, la vida no era fácil, muchas bocas que alimentar y pocos recursos, sus hermanos, según fueron teniendo edad suficiente emigraron a otras tierras. Carlos, el mayor, se fue con catorce años, reclamado por un pariente que vivía en otro país, los otros siguieron el mismo camino. La idea era juntar dinero, volver al pueblo y poner un negocio en alguno de los pueblos grandes, pero las cosas no siempre salen como uno las planea, bien porque no ganaron tanto dinero, bien porque, formaron allí una familia, ya no les intereso volver. De todos modos no se olvidaron de sus padres y hermana, regularmente, bien uno, bien otro, les mandaban lo suficiente como para que ninguno de los tres, se viera necesitado de salir a trabajar fuera de su casa.

    Todos los meses, a menos que la nieve se lo impidiese, acudían, los tres, Candida, su madre, Dora y José, su padre, a la feria que se hacia en la cabecera comarcal, donde vendían, huevos, pollos, cestos, ropa blanca bordada a mano y un sinfín de cosas que ahora llamamos “artesanía”. Lo más importante para ellos no era la venta en si, ni el dinero que pudieran sacar, lo que de verdad buscaban era la relación con la gente, hablar con unos y con otros, enterarse de lo que ocurría en otros pueblos, en definitiva seguir conectados con el resto del mundo. Fue en una de esas ferias o mercados donde, Candida y sus padres, conocieron a Tobías. Tobías, de profesión sastre, como su padre y su abuelo, tenía la sastrería en el pueblo pero no solía ir a la feria, de hecho ese día era cuando más ocupado estaba. Tobías vestía a casi todos los hombres influyentes de la comarca, unos acudían a su casa y a otros los visitaba él en la de ellos, pero coincidiendo con el mercado, algunos granjeros o comerciantes en general, acudían a que le hiciese pantalones, camisas, un traje para la boda… elegían las telas, les tomaba las medidas y al próximo mes volvían a probarse la prenda encargada. Algunos de sus clientes usaban las camisas y pañuelos con sus iniciales bordadas, él se las mandaba a bordar a una señora del pueblo, pero la mujer, bastante entrada en años, se había ido con su hija que vivía en la capital. Antes de irse le dijo que Candida y Dora, su madre, bordaban muy bien, que hablase con ellas y a lo mejor llegaban a un acuerdo. Los tres quedaron conformes en que él les entregaría las prendas a marcar ese día y ellas se las devolverían bordadas al siguiente mes y así mientras convendría a ambas partes y… tanta camisa para arriba, tanto pañuelo para abajo, los dos jóvenes se enamoraron.

    Candida era menuda, de ojos grandes y marrones, el pelo que a diario lo llevaba en una trenza, el día de mercado se lo soltaba dejándolo caer por su espalda hasta llegar a la cintura, para que éste no le estorbase en la cara, se lo sujetaba con una cinta que pasaba por debajo de la nuca, subía por detrás de las orejas y la ataba, con una lazada, encima de la cabeza, de apariencia frágil, amable y tranquila, nada la alteraba, o nada parecía alterarla, nunca la vieron enojada, desde muy niña tanto en los juegos como en el trato con los adultos, ella acataba las decisiones de los demás, pero al poco tiempo, inexplicablemente y casi sin darse cuenta, siempre se terminaba, haciendo lo que Candida quería.

    Cuando se supo en la aldea que Candida se iba a casar con el sastre, unos por envidia, como Evaristo y Silvio que aspiraban a ser ellos los elegidos, y otros porque la profesión de sastre la consideraban no acta para un hombre, la aguja y el hilo estaba vinculada a la mujer, no casaba con los atributos que se suponía que tenia que tener un hombre. La gente comentaba que ese matrimonio terminaría mal. Tobías, Dora y José acordaron que la pareja se iría a vivir a casa de Tobías, para quitarse de murmuraciones y comentarios jocosos pero la joven se negó en redondo, era la primera vez que hacia algo así abiertamente, argumentando que no estaba dispuesta a irse de su casa y dejar a sus padres, por las calumnias de unos descerebrados. Con el tiempo las cosas volvieron a la normalidad, menos para algunos que permanecían empecinados en demostrar, a toda costa, que el sastre no era un hombre y que no cumplía con las obligaciones de marido, que si Candida seguía con él, era por eso, por cándida. Los detractores de Candida y Tobías, no perdían ocasión de menos preciar a éste, con comentarios despectivos tales como: “Alguien tendría que enseñarle a Candida lo que es un hombre” “Esta pobre (refiriéndose a Candia) no va a pasar una noche buena en su vida” “Los sastres, o están capados o les gusta mucho meter la mano en la entrepierna de los hombres” también hacían chascarrillos a su costa, uno de sus preferidos era: ¿Sabéis lo que le paso a aquel sastre que regresaba a su casa cuando empezaba a oscurecer? Os lo cuento: Iba un sastre por el camino hacia su casa y se le hizo de noche, de pronto noto que alguien o algo le tiraba de la ropa y él asustado decía “suéltame, suéltame, que soy un pobre sastre, no me hagáis daño” y como no lo soltaron, se pasó toda la noche allí quieto, muerto de miedo, esperando, cuando amaneció miro hacia atrás y comprobó que era una zarza que se le había enganchado a su chaqueta, sacó las tijeras de su bolsillo y la cortó diciendo “¡si serias un hombre lo mismo te cortaba!” otro era “Iba un sastre por un camino y se encontró con un limaco (babosa grande) cruzada en el sendero y el sastre temblando de miedo le decía “Ñiquili ñaques, come a los hombres y deja a los sastres” y así estuvo parado hasta que el molusco desapareció, entonces él se puso muy tieso y dijo: “Al fin, tuvo miedo de mí y se escapó”
    Los comentarios llegaron a oídos de Tobías que quiso plantarles cara, pero como siempre Candida consiguió que no les pretase atención.
   ─No ofende el que quiere, si no el que puede y esos necios no pueden ─dijo  la joven esposa.

    En vista de que no conseguían que ni el sastre ni su mujer se diesen por aludidos y los demás vecinos aceptaran al sastre como uno más de ellos, Evaristo y Silvio, ayudados por un amigo, acordaron dar un paso más y acosar directamente a Candida, aprovechando que su marido y su padre se ausentaban, con frecuencia, de la aldea.
    Descripción de la plaza, la fuente y el pozo, para todo aquel que no conozca el pueblo: En la entrada del pueblo, a una orilla del camino, en la ladera del monte, de entre unos peñascos manaba un chorro de agua durante todo el año, los aldeanos adecentaron una explanada y la cubrieron con cantos del río, hicieron una fuente con un caño y a su orilla un pozo de cuatro metros de ancho por seis de largo y dos metros de profundidad, uno de los lados más largos estaba pegado a la ladera, uno de los cortos hacia pared con la fuente, los otros dos lados los cerraba un muro de noventa centímetros de alto por cincuenta centímetros de ancho, en la parte de arriba del muro se colocaron losas de piedra lisas para que las mujeres pudiesen lavar la ropa sin necesidad de agacharse, el agua sobrante era conducida por una acequia hasta el río, también pusieron dos bancos hechos con troncos abiertos por la mitad, lijados y asentados sobre pies de piedra, donde los muy viejos solían tomar el sol cuando el tiempo se lo permitía.
    Después de que Tobías y su padre saliesen a visitar a unos clientes, a uno de los pueblos de los alrededores, Candida cogió el balde con la ropa sucia que previamente había puesto a remojo con jabón, y se fue a lavarla al pozo.

    Poco antes de llegar a su destino, Tobías, le dijo a su suegro.
   ─No se que me pasa, estoy intranquilo, tengo un nudo en el estomago, no consigo centrar las ideas, a cada momento me viene a la mente el rostro de tu hija, me mira y en sus ojos veo una llamada, como si me necesitase a su lado.  Creo que debo volver junto a ella.
    ─Ya casi estamos en la casa del señor Juan, él te espera hoy, no tardaremos mucho, podemos estar de vuelta para la hora de la comida ─mirando la expresión de la cara de su yerno añadió─ pero si tú quieres regresamos, siempre podemos poner una disculpa.
    Dieron vuelta a sus monturas y se dispusieron a desandar el camino andado, pero a paso más ligero.

    Mientras tanto, en la plaza, a la orilla del pozo, Candida se esforzaba en dejar blancas las sábanas, una anciana y su esposo la observaban desde uno de los bancos.
    ─¡Buenos días! ─saludó una mujer que llegaba en ese momento, con sus baldes a coger agua de la fuente.
    ─¡Buenos días! ─contestó Candida sin apartar la vista de su quehacer.
    ─¡Que adornada esta hoy la plaza! ─ se oye resonar el vozarrón de Evaristo que acompañado de Silvio y Fulgencio, se acercaba a las dos mujeres y añadió con sorna─ lastima que Candida se marchite, como una flor, en un jardín, sin jardinero.
    Candida no contestó y los otros dos le rieron la gracia. Envalentonado y contando con el apoyo de sus amigos, se acerco a la muchacha hasta ponerse a su lado y en un tono que evidenciaba sus intenciones le dijo.
    ─Sí tú quieres yo puedo ser tu jardinero, comigo sabrás lo que es tener a un hombre en la cama.
    La otra mujer hizo ademán de intervenir pero un gesto de los otros dos hombres la dejo clavada en su sitio. Los ancianos, bastante sordos, no conseguían enterarse de la conversación y se levantaron para acercarse pero antes de que pudiesen dar unos pasos, Evaristo trato de sujetar a Candida y obligarla a que le besara. El cuerpo menudo de la joven se agacho, dio un giro y según él se abalanzaba hacia ella, con una mano le cogió por la entrepierna mientras con la otra le sujetaba el pecho empujándole al pozo, los presentes tardaron unos segundos en reaccionar, segundos que Candida aprovecho, para mandar a los dos cómplices a hacer compañía a su jefe.
    Silvio y Fulgencio salieron por sus propios medios, una vez fuera del agua miraron a los ancianos, a María y cuando sus ojos se encontraron con la acerada mirada de Candida, echaron a correr sin preocuparse de su compinche.

     A los gritos de María y los ancianos varios vecinos se acercaron a la plaza a tiempo de ver como, Evaristo, que no sabía nadar, aterrado, chapoteaba dentro del pozo, le lanzaron la sábana, que estaba lavando Candida, a modo de cuerda, pero el muchacho presa del pánico se enrollo en ella, hundiéndose en el agua, en ese preciso momento llego Tobías que no dudo en descalzarse y tirarse a sacarle, cuando lo tuvo afuera quiso saber que había pasado y María se encargó de contárselo con todo lujo de detalles.
    Tobías cogió a Evaristo por la pechera de la camisa y lo izó de forma que sus pies casi no tocaban el suelo, en esa posición le dijo, mejor dicho le disparo, porque sus palabras salían de su boca como mortíferas balas.
    ─No vuelvas a molestar a mi mujer o te vas a enterar de cómo se las gasta este sastre.
     Y seguido le soltó, con tanta brusquedad que Evaristo dio con sus huesos en el suelo. No fue tanto el dolor de la caída, como el sentimiento de ridículo y la vergüenza ante las risas de los presentes.
    Cuentan que a ninguno de los tres se les volvió a ocurrir burlarse de nadie por más indefenso y vulnerable que les pareciese. En cuanto a Candida siguió con la apariencia de siempre, alegre tranquila y…cándida.

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