
A los tres meses de nacer Lucía, cuando aún la nieve cubría el pueblo impidiendo la salida de sus habitantes, ésta dejó de mamar, Rosalía intentó alimentarla por todos los medios a su alcance, sin conseguirlo, apenas lograba introducirle algún alimento, la niña lo vomitaba. La pequeña perdía peso y se debilitaba, además no dejaba de llorar, pero no era el llanto propio de un bebé si no algo intermedio entre el aullido de un perro y el maullido de una gata en celo, algo que nadie había oído hasta estonces. Los vecinos decían que, a la niña, alguien le había echado el mal de ojo, Rosalía no decía nada, pero en la madrugada del cuarto día preparo a la criatura, abrigándola al máximo, ensillo a Paciente (el percherón) cargo en una pequeña bolsa frutos secos y una cantimplora de agua, su marido se despertó y al ver a su mujer y a su hija vestidas para salir le dijo:
─ ¿Qué pasa, adónde pretendes ir? El camino está cortado por la nieve y puede que haya habido algún desprendimiento, en estas circunstancias ni tú ni nadie puede salir.
A lo que Rosalía le contestó:
─ Habla por ti, yo voy a llevar a mi hija con quien la puede curar. ¡No intentes detenerme! ─ dijo ella rotunda.
─ ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo, dejar que os muráis despeñadas por el camino o que os ataquen los lobos? Con la nieve salen a buscar comida y atacan a cualquier cosa que se mueva. ¡No voy a permitirlo!
Rosalía le mira a los ojos y con voz tranquila pero resuelta, más que contestarle le informa:
─ Tú, según yo lo veo, sólo tienes dos opciones, te preparas, ensillas a Impaciente y nos acompañas o te quedas a esperarnos en casa. Tu hija, si se queda se muere y a mí no me puedes prohibir que intente salvarla.
─ Te acompaño, pero ¿qué pasa con los otros dos, los vamos a dejar solos?
─ No, de paso avisamos a Manuela para que venga a cuidar de ellos.
Mientras que su marido se vestía, ella se puso una especie de bolsa que tenia dos cintas cosidas a los extremos de la base y otras dos más cortas en el borde superior, se ató la bolsa a la cintura cruzando las cintas por detrás y atándolas delante, procurando coger el borde inferior de la improvisada mochila, metió a su hija dentro colocándola lo más cómoda posible y por último se anudo las otras dos cintas al cuello.
Después de avisar a Manuela, reanudaron el viaje, ella, con la niña pegada a su corazón, montaba a Paciente, un percherón tranquilo y pesado, más propio para tirar del carro que para llevar montura y él sobre Impaciente, un ejemplar esbelto fibroso, inquieto, digno de pertenecer a las mejores caballerizas de competición.
Manuela, viéndoles partir, recordó el cuadro de la iglesia en el que se podía ver a San José y la Virgen María con el Niño, escapando de Herodes. En el cuadro, la virgen iba en burra y José andando, pero aún así se los recordaba.
─ Deja al caballo suelto, no tires de las riendas, él nos guiara ─ le decía Rosalía a su esposo que iba por delante.
Contra su costumbre Impaciente marchaba al paso teniendo cuidado de donde apoyaba las patas. Tardaron tres veces más de lo normal en llegar, pero milagrosamente no sufrieron ningún contratiempo.
Al llegar al pueblo, Jesús, el marido de Rosalía, quiso dirigirse a la casa del médico pero el caballo no le obedecía.
─ Deja al animal, ─le dijo su mujer─ él sabe donde nos tiene que llevar.
Al llegar a la puerta de la iglesia impaciente se detuvo y los viajeros desmontaron y pasaron dentro, en busca del cura que estaba en la sacristía.
Al verlos, el cura, quiso saber por qué estaban allí y como habían podido salir del pueblo a pesar de la nieve.
Por toda respuesta, Rosalía le mostró a la niña que seguía con su extraña llantina, aunque más tenue, amortiguada por el cansancio y la debilidad.
─ No se que puedo hacer por ella, a no ser bautizarla darle la extremaunción y enterrarla, se ve que durará poco.
─ No, ─contesto firme María ─ lo que tiene que hacer es; bautizarla y leerle los Evangelios en voz alta, clara y sin equivocarse, de forma que yo pueda oírle desde la entrada de la iglesia. Se que se le ha muerto el caballo, le daremos el dinero para que se compre otro.
Jesús se quedo con la criatura y el cura, Rosalía salió fuera, a siete pasos de la puerta. Desde su puesto escucho con atención al sacerdote que leyó, sin equivocarse, hasta la última palabra. Luego entro recogió a su hija la volvió a meter dentro de la bolsa junto a su pecho, Jesús le entregó el dinero al párroco y emprendieron el regreso a su casa.
─ ¿No sería mejor que esperásemos en la fonda hasta mañana? No tardara en anochecer y si ya es un milagro que no nos pasara nada de día, imagínate de noche. ─le había dicho su marido, a lo que ella contestó:
─ Tenemos que salir de inmediato.
A la mitad del camino en la ladera de un monte había una roca de grandes dimensiones que los que entraban y salían del pueblo la utilizaban para comer y descansar, la peña sobresalía del terreno y se apoyaba a los lados sobre el desnivel a modo de porche. Era de noche cerrada cuando los viajeros llegaron al lugar, el hueco era lo suficientemente grande como para que cupieran, holgadamente, las bestias y ellos.
─ Pasaremos el resto de la noche aquí, por la mañana seguiremos. ─dijó Rosalía, a lo que su marido contestó.
─ No se que será peor, si seguir caminando a ciegas o pararnos a dormir, a merced del frío y de los lobos.
─El frío no es problema, los animales nos darán el calor suficiente, en cuanto a los lobos, no te preocupes alguien lo está haciendo por ti.
─ Cuando decidí casarme contigo mi madre me dijo que no me casaba con una mujer normal y yo le conteste que eso era lo que más me atraía de ti, no quería una mujer previsible, pero a veces, como ahora, desearía que fueses como las demás, sin ningún don especial, claro que entonces ya no serias tú y no te querría tanto. Dime ¿cómo sabías que el caballo del cura se había muerto?
─ Eso no tiene mayor misterio, todos los viernes se va a ver a su madre, llueva o haga sol, este viernes estaba en la iglesia, el caballo era, ya, muy viejo, así que supuse que había muerto, si me equivocaba no pasaba nada, lo mismo le hubiese ofrecido el dinero, argumentando que se podía morir en cualquier momento y si acertaba, como así ha sido, él podía pensar que si es verdad que tengo poderes y que era mejor complacerme por si acaso.
El llanto de la niña interrumpió la conversación, esta vez era el llanto normal de un bebé reclamando su alimento. Rosalía la puso al pecho y la criatura se puso a mamar con normalidad. Al amanecer reemprendieron el regreso a su casa, donde llegaron sin contratiempo y con su hija sana.
El caso no paso desapercibido, pero según quien lo contaba, le daba una explicación distinta; para el médico, que no había visto a la criatura, la niña no estaba enferma, para el clérigo, que sí la vio, fue un milagro del Señor, en la aldea todos coincidían, a la pequeña alguien le había hecho “mal de ojo”
─ ¿Qué pasa, adónde pretendes ir? El camino está cortado por la nieve y puede que haya habido algún desprendimiento, en estas circunstancias ni tú ni nadie puede salir.
A lo que Rosalía le contestó:
─ Habla por ti, yo voy a llevar a mi hija con quien la puede curar. ¡No intentes detenerme! ─ dijo ella rotunda.
─ ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo, dejar que os muráis despeñadas por el camino o que os ataquen los lobos? Con la nieve salen a buscar comida y atacan a cualquier cosa que se mueva. ¡No voy a permitirlo!
Rosalía le mira a los ojos y con voz tranquila pero resuelta, más que contestarle le informa:
─ Tú, según yo lo veo, sólo tienes dos opciones, te preparas, ensillas a Impaciente y nos acompañas o te quedas a esperarnos en casa. Tu hija, si se queda se muere y a mí no me puedes prohibir que intente salvarla.
─ Te acompaño, pero ¿qué pasa con los otros dos, los vamos a dejar solos?
─ No, de paso avisamos a Manuela para que venga a cuidar de ellos.
Mientras que su marido se vestía, ella se puso una especie de bolsa que tenia dos cintas cosidas a los extremos de la base y otras dos más cortas en el borde superior, se ató la bolsa a la cintura cruzando las cintas por detrás y atándolas delante, procurando coger el borde inferior de la improvisada mochila, metió a su hija dentro colocándola lo más cómoda posible y por último se anudo las otras dos cintas al cuello.
Después de avisar a Manuela, reanudaron el viaje, ella, con la niña pegada a su corazón, montaba a Paciente, un percherón tranquilo y pesado, más propio para tirar del carro que para llevar montura y él sobre Impaciente, un ejemplar esbelto fibroso, inquieto, digno de pertenecer a las mejores caballerizas de competición.
Manuela, viéndoles partir, recordó el cuadro de la iglesia en el que se podía ver a San José y la Virgen María con el Niño, escapando de Herodes. En el cuadro, la virgen iba en burra y José andando, pero aún así se los recordaba.
─ Deja al caballo suelto, no tires de las riendas, él nos guiara ─ le decía Rosalía a su esposo que iba por delante.
Contra su costumbre Impaciente marchaba al paso teniendo cuidado de donde apoyaba las patas. Tardaron tres veces más de lo normal en llegar, pero milagrosamente no sufrieron ningún contratiempo.
Al llegar al pueblo, Jesús, el marido de Rosalía, quiso dirigirse a la casa del médico pero el caballo no le obedecía.
─ Deja al animal, ─le dijo su mujer─ él sabe donde nos tiene que llevar.
Al llegar a la puerta de la iglesia impaciente se detuvo y los viajeros desmontaron y pasaron dentro, en busca del cura que estaba en la sacristía.
Al verlos, el cura, quiso saber por qué estaban allí y como habían podido salir del pueblo a pesar de la nieve.
Por toda respuesta, Rosalía le mostró a la niña que seguía con su extraña llantina, aunque más tenue, amortiguada por el cansancio y la debilidad.
─ No se que puedo hacer por ella, a no ser bautizarla darle la extremaunción y enterrarla, se ve que durará poco.
─ No, ─contesto firme María ─ lo que tiene que hacer es; bautizarla y leerle los Evangelios en voz alta, clara y sin equivocarse, de forma que yo pueda oírle desde la entrada de la iglesia. Se que se le ha muerto el caballo, le daremos el dinero para que se compre otro.
Jesús se quedo con la criatura y el cura, Rosalía salió fuera, a siete pasos de la puerta. Desde su puesto escucho con atención al sacerdote que leyó, sin equivocarse, hasta la última palabra. Luego entro recogió a su hija la volvió a meter dentro de la bolsa junto a su pecho, Jesús le entregó el dinero al párroco y emprendieron el regreso a su casa.
─ ¿No sería mejor que esperásemos en la fonda hasta mañana? No tardara en anochecer y si ya es un milagro que no nos pasara nada de día, imagínate de noche. ─le había dicho su marido, a lo que ella contestó:
─ Tenemos que salir de inmediato.
A la mitad del camino en la ladera de un monte había una roca de grandes dimensiones que los que entraban y salían del pueblo la utilizaban para comer y descansar, la peña sobresalía del terreno y se apoyaba a los lados sobre el desnivel a modo de porche. Era de noche cerrada cuando los viajeros llegaron al lugar, el hueco era lo suficientemente grande como para que cupieran, holgadamente, las bestias y ellos.
─ Pasaremos el resto de la noche aquí, por la mañana seguiremos. ─dijó Rosalía, a lo que su marido contestó.
─ No se que será peor, si seguir caminando a ciegas o pararnos a dormir, a merced del frío y de los lobos.
─El frío no es problema, los animales nos darán el calor suficiente, en cuanto a los lobos, no te preocupes alguien lo está haciendo por ti.
─ Cuando decidí casarme contigo mi madre me dijo que no me casaba con una mujer normal y yo le conteste que eso era lo que más me atraía de ti, no quería una mujer previsible, pero a veces, como ahora, desearía que fueses como las demás, sin ningún don especial, claro que entonces ya no serias tú y no te querría tanto. Dime ¿cómo sabías que el caballo del cura se había muerto?
─ Eso no tiene mayor misterio, todos los viernes se va a ver a su madre, llueva o haga sol, este viernes estaba en la iglesia, el caballo era, ya, muy viejo, así que supuse que había muerto, si me equivocaba no pasaba nada, lo mismo le hubiese ofrecido el dinero, argumentando que se podía morir en cualquier momento y si acertaba, como así ha sido, él podía pensar que si es verdad que tengo poderes y que era mejor complacerme por si acaso.
El llanto de la niña interrumpió la conversación, esta vez era el llanto normal de un bebé reclamando su alimento. Rosalía la puso al pecho y la criatura se puso a mamar con normalidad. Al amanecer reemprendieron el regreso a su casa, donde llegaron sin contratiempo y con su hija sana.
El caso no paso desapercibido, pero según quien lo contaba, le daba una explicación distinta; para el médico, que no había visto a la criatura, la niña no estaba enferma, para el clérigo, que sí la vio, fue un milagro del Señor, en la aldea todos coincidían, a la pequeña alguien le había hecho “mal de ojo”