sábado, 16 de mayo de 2009

El hombre y el lobo



   Esto ocurrió en el pueblo de Rosalía, una noche, a principios de invierno. La mujer de Manuel, uno de los vecinos de Rosalía, se puso enferma; sudaba, tenia mucha fiebre y le salieron granos por todo el cuerpo, Manuel se asustó de veras cuando observó que a su mujer se le empezaban a hinchar las manos y los pies y aunque era de noche decidió ir a buscar a Rosalía, no vivía muy lejos, a menos de una hora andando, pero había que cruzar el bosque y en él moraban los lobos. Manuel sólo pensaba en que su mujer podía morir si no traía ayuda y sólo confiaba en La Maga, como algunos llamaban a Rosalía.
    Dejó a su mujer al cuidado de la hija, se abrigó y salió en busca de Rosalía. 

  Al poco de entrar en el bosque le salieron una manada de lobos, el hombre sintió miedo, mucho miedo y lamentó no haber cogido la escopeta, se sentía hombre muerto devorado por las bestias, cuando de pronto apareció, como salido de la nada, un lobo blanco y casi el doble de grande que cualquiera de los otros, él había oído a su abuelo, en alguna ocasión, hablar de un lobo blanco muy grande. Él, su abuelo, decía que era el espíritu de todos los lobos, una especie de líder o Dios al que los demás obedecían, pero siempre creyó que era un cuento, una leyenda que contaban los viejos, también le decía, su abuelo que si alguna vez se encontraba con él que no le demostrase miedo que no huyera ni intentara defenderse que si el lobo quisiera atacarle, ni siquiera le daría tiempo a verle, que siguiera su camino a paso ligero, pero sin correr y así lo hizo aunque las piernas le temblaban, del miedo que tenia, tampoco se atrevió a mirar hacia atrás.

    Cuando estaba llegando a la casa de Rosalía, los perros empezaron a ladrar y Jesús, el marido de Rosalía salió a ver que pasaba, al mirar hacia el camino pudo ver, gracias a la luz de la luna que esa noche lucia llena, a su vecino que caminaba deprisa y a unos pocos metros de éste, a un enorme lobo blanco que le seguía, altivo, sin prisa, a Jesús le dio la impresión de que el animal no acechaba al hombre, si no que le acompañaba y le protegía.

    Una vez informada Rosalía de lo que estaba pasando, se puso ropa de abrigo, recogió varias cosas de la cocina las metió en una talega grande, ensillaron a Paciente e Impaciente y emprendieron el camino de regreso a casa de Manuel, siempre seguidos de cerca por el lobo blanco que no les perdía de vista.
    Al llegar a la vivienda la hija de Manuel les abrió la puerta, Rosalía bajó del caballo y entro en la casa, no antes de decirle a Manuel.
    ─Vete a la cuadra, coge a tu mejor oveja y dásela al lobo.
    ─¿Por qué tengo que hacer eso? ─preguntó Manuel
    ─Porque si no lo haces él se cobrara diez por una y porque es un bajo precio por tu vida.

    Al ver en el estado que se encontraba Josefa, Rosalía le pidió a la hija que le trajese agua lo más fría que pudiese y que pusiera más a hervir, empapó toallas en el agua fría y se las puso en la frente, manos y pies de la enferma, luego la dejo al cuidado de la hija con la recomendación de cambiarle las toallas en cuanto éstas cogiesen calor, entretanto ella se fue a la cocina, sacó lo que llevaba en la saca y selecciono varias hierbas, algunas raíces y dos clases de bayas secas, lo metió a cocer en la olla, atizó la lumbre y espero a que hirviesen por espacio de unos cuantos minutos, después coló un poco del liquido en una taza le añadió miel y se lo dio a beber a la enferma, estuvo repitiendo lo de las toallas y la tisana hasta que la fiebre empezó a remitir, luego le quitó las toallas, la abrigo y les dijo que siguiera tomando la tisana cada tres horas durante dos días.
    Manuel quiso pagarle, pero ella no lo permitió, bastante perdida tuvo con la oveja.

martes, 12 de mayo de 2009

El hombre que engañó a la muerte


    Hoy os voy a contar algo distinto de Rosalía, es que Rosalía no sólo era una mujer con extraños poderes, también era cercana, cariñosa, llana.
  En la época invernal, cuando la inclemencia del tiempo no permitía realizar trabajos fuera de la casa, los habitantes del pueblo, hacían o arreglan herramientas, desgranaban el maíz, en fin, realizaban un sin fin de cosas que no pudieron hacer durante el resto del año. En el pueblo de Rosalía, como en otros muchos pueblos, los vecinos tenían la costumbre de reunirse por las tardes, una o dos veces a la semana, varias familias en una misma casa, se sentaban en torno a la lumbre a merendar, cada uno, según sus posibilidades, llevaba algo de comer, el que no podía no llevaba nada, pero era tan bien recibido como los demás. Además de merendar aprovechaban para planificar los trabajos que concernían a todos los habitantes de la aldea como; arreglar acequias, limpieza de los montes, rotación del pastoreo…, jugaban a las cartas, contaban historias, inventadas o no, los más viejos contaban anécdotas de su juventud y las mujeres tejían o cosían.
    Las visitas de Rosalía no solían llevar nada hecho, el que podía llevaba harina, huevos, azúcar, manteca. El motivo era que Rosalía tenía una muy buena mano para la cocina, en especial para los postres. Cuando ella amasaba y cocía el pan, aproximadamente cada quince días, los más pequeños sabían que podían ir a buscar su panecillo dulce, los más mayorcitos su pan con chorizo (un panecillo que se cocía en el horno con un chorizo en sus entrañas) tampoco faltaban los panecillos de trigo para Eduviges, una anciana que por su edad y el mal estado de su boca, no podía masticar bien el resto del pan, normalmente se hacia mezclando dos partes de harina de centeno con una de trigo, el resultado era un pan menos esponjoso y más consistente, de tacto un poco áspero que se conservaba bien, otra de las razones por las que se hacia así, era porque el centeno se daba mejor en esa zona, triplicando la cosecha del trigo con la misma cantidad de simiente y el mismo espacio de terreno. En las reuniones de Rosalía se servían una especie de torta muy, muy fina hecha con leche, harina de trigo y huevos, que se solía comer untada de mermelada, miel o solas
    Mientras merendaban, los niños se arremolinaban en toro a Rosalía y le pedían que les contase algún cuento o que jugase con ellos a las adivinanzas. En una de esas tardes, ella, nos contó una historia, no se si inventada, oída o cierta, en todo caso a mí me impresiono mucho, hasta el punto de no poder olvidarla, quizás porque la asocie con un lugar en concreto y cada vez que pasaba cerca creía ver a los personajes.
    ─Esto era ─comenzó a contar Rolalía─ un hombre que tenía una mujer muy hermosa que le iba a dar un hijo en unos pocos días. Una mañana al salir de casa, este hombre se encontró con la muerte que le dijo.
    ─He venido a llevarme a tu mujer, déjame entrar
    A lo que él contestó, cerrando la puerta.
   ─No, llévame a mí en su lugar, pero antes espera unos días a que nazca mi hijo, no quiero morir sin conocerle.
    La muerte que se aburre un montón, siempre está sola, nadie quiere estar con ella y es que el que la acompaña se muere, aceptó advirtiéndole.
   ─No trates de engañarme, nunca nadie lo ha conseguido. Vendré a verte todas las noches después de que tu mujer se duerma y jugaremos un rato a las cartas, la noche después del nacimiento de tu hijo te buscare, donde quiera que te escondas y te llevare conmigo ─y dicho esto se alejo.
    El hombre se quedo muy preocupado y con mucho miedo, no siempre se habla con la muerte. En lugar de irse a su trabajo, se adentró en lo más profundo del bosque, donde decían que vivía un brujo muy pero que muy viejo, aunque nadie le había visto nunca. Cuando, ya, cansado de buscarle sin conseguir dar con él, se disponía a irse a su casa, el anciano le preguntó.
    ─¿Me buscas a mí?
    ─Sí.
    ─¿Para que me buscas?
    El hombre le explico su problema y le pidió ayuda para burlar a la de la guadaña.
    ─Sólo hay una manera de hacerlo, pero tienes que ser más astuto que ella. Hay un prado con la hierba muy alta y un segador que no puede salir de él hasta que no consiga segarla toda, pero la hierba crece tan deprisa que cuando consigue segar una hilada la anterior ya está alta, otra manera de salir es que otro u otra coja la guadaña, pero eso también lo sabe la muerte. Yo te indicare como puedes llegar.
    A la mañana siguiente de nacer su hijo el hombre le dijo a su mujer.
    ─Voy a salir, estaré fuera todo el día y quizás también toda la noche, no te preocupes es sólo un asunto que tengo que resolver, a mi vuelta te lo cuento.
    Cuando la muerte fue a buscarlo lo encontró segando en el prado, muy enfadada le reprocho su actitud.
    ─Te dije que no intentases engañarme.
   ─Y no lo hago ─contesto él─ pero quise dejar a alguien para que cuide de mi familia y el hombre que estaba segando lo hará a cambio de su libertad. Yo ya estoy dispuesto para irme contigo, pero me gustaría jugar una última partida a las cartas, si tú quieres.
    ─Está bien ─dijo la muerte.
    Ella echo su capa sobre la hierba para que no les molestara al crecer y comenzaron a jugar, alumbrándose con un viejo candil. Poco antes de que amaneciese la muerte dijo.
    ─Se ha terminado el plazo ─recogió su capa y la guadaña y ordeno─ ¡Acompáñame!
    ─Esta vez te vas a quedar segando ─contesto él─ has cogido la guadaña equivocada. Aquí te has de quedar hasta que otro la coja.
    Y allí se quedo la muerte sin poder llevarse a nadie más.
    ─Y si ella no puede llevarse a nadie ¿Por qué se sigue muriendo la gente? Le preguntó, uno de los niños, a Rosalía.
    ─Porque después de muchos años las personas se hacían muy viejas, muy viejas y no se podían morir y como los niños seguían naciendo, ya casi no cabían en el mundo. Entonces el hombre fue al prado y libero a la muerte.

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